Juarroz, los ciegos y las búsquedas

by Poetranseúnte
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Esta historia nace como en el año 2002. En aquellos tiempos vivía aún con mis padres y debido a mi paupérrimo presupuesto de estudiante (presupuesto = vuelto del pan + no almorzar) mi humilde biblioteca personal estaba conformada por libros piratas, ultra usados, salvados de incendios y otras catástrofes, robados y los que encontraba por mi instinto cachurero cada domingo en la cola de la feria de Santa Julia en La Florida (aunque antes de la aparición del metro se hallaba en Américo Vespucio), ahí hurgaba con entusiasmo y relajo. Entre tanta tontera que adquirí, muchos vinilos y fotografías, compré una ORFEO, revista literaria de los años ’60 que conocía porque ahí había trabajado Jorge Teillier en un inicio y en la Biblioteca había visto un par. La vendían a luca, pero regateé y me la llevé por $800. Eran los números 21 y 22 juntos, del año ’66 y aparecía una foto de un relieve de Orfeo y Eurídice (no es que retenga tanto detalle, sino que aún la tengo y la estoy revisando ahora). Con el tiempo la iba (h)ojeando y habían muchas cosas interesantes, un especial de Rosamel del Valle, poemas de Enrique Lihn, Efraín Barquero, Roque Dalton, Jean Cocteau, John Lennon y muchos más. Una verdadera joyita. Pero había un poema que me dejaba en la más absoluta, o cerca de la más absoluta, extrañeza. Era un poema de alguien a quien nunca había escuchado: el poeta argentino Roberto Juarroz.
El poema es el siguiente:

I

Una red de mirada
mantiene unido al mundo,
no lo deja caerse.
Y aunque yo no sepa qué pasa con los ciegos,
mis ojos van a apoyarse en una espalda
que puede ser de dios.
Sin embargo,
ellos buscan otra red, otro hilo,
que anda cerrando ojos con un traje prestado
y descuelga una lluvia ya sin suelo ni cielo.
Mis ojos buscan eso
que nos hace sacarnos los zapatos
para ver si hay algo más sosteniéndonos debajo
o inventar un pájaro
para averiguar si existe el aire
o crear un mundo
para saber si hay dios
o ponernos el sombrero
para comprobar que existimos.

Lo encontraba increíble y no sabía porqué. Sin embargo nunca vi un libro de Juarroz en ningún lado.
Luego lo olvidé, aparentemente, porque esa red de mirada seguía ahí para poder sostenernos.

El año 2012 viajé a Buenos Aires, no soy muy entusiasta con los viajes, pero si no iba ahora no iba nunca. Gran ciudad para uno a quien le gustan las ciudades y se aburre en los pueblos. Al ver a un ciego comprando en una librería recordé a Juarroz. Feliz y extrañado pensé en que era el lugar perfecto para volver a aquel poeta, en su propia ciudad que tiene tantas librerías como farmacias tiene Santiago. Librería que pisaba consultaba por Juarroz, supe por un librero que su libro era «Límite Vertical» y que estuvo en el estante, pero se fue, otro me informó que era imposible encontrarlo, otro que lo encontraba en todos lados. No sé si eran los libreros o podría extrapolar a todo Buenos Aires o toda Argentina esta apreciación, pero son de una labia chamullenta capaz de convencer a cualquiera que, por ejemplo, Dios es argentino. El asunto es que la búsqueda de algún libro del poeta se transformó de a poco en una obsesión, mientras más preguntaba, más lo deseaba. Rompí mis zapatos caminando por gran parte de Buenos Aires, desde la impresionante Ateneo hasta las plazas con libros usados, pero Juarroz no estaba. «Ojalá lo tuviera» me decían algunos vendedores. Mi viaje a Buenos Aires tenía un sentido claro, hallar el maldito libro, pero no todas las metas se cumplen y asumí mi derrota cuando ya de vuelta la vendedora de la librería del aeropuerto me dijo que no sabía quien era Juan Arroz.

Arriba del avión, abatido, un hombre un poco calvo, amable y con un libro en las manos se sentó a mi lado, me preguntó si creía que el Universo cabía en una ciudad, o en un avión o en un libro, le dije que creía que todo eso podía ser siempre y cuando no fuéramos todos ciegos. Me dijo que eso era sólo a veces cierto y sólo a veces falso. Después desperté, estaba en el avión, pero no había nadie a mi lado.

Semanas después en Santiago hacía la defensa de mi tesis para titularme del Magister, un día importante para mis padres, así que fuimos a almorzar a un restorán a Providencia. Acabado el almuerzo, ellos se fueron para la casa y yo, se supone, me iba para la mía a dormir y descansar luego de una semana de estrés. Sin embargo, comencé a caminar por Providencia con la excusa de despejar mi cabeza, caminé lentamente por largo rato, hasta llegar al lado del Pasapoga, a los pasillos donde se encuentra gran cantidad de libros usados y a los que acudí a comprar semana tras semana durante dos años cuando trabajaba cerca de allí. Llegué hasta donde uno de los libreros a quienes más conocía y con quien existía cierta amistad, pues nos recomendábamos textos y me hacía buenos descuentos, nos saludamos y le pregunté por un libro de Bertoni que tenía en vitrina, conversando le expliqué el porqué andaba tan arreglado y después apareció el tema del viaje a Buenos Aires y lo barato que eran allá los libros, le conté sobre mi mala suerte de no hallar nada de Roberto Juarroz, él puso una cara de vendedor de libros, se puso a intrusear y sacó un librito y me dijo: «Esto lleva aquí años». El libro decía ROBERTO JUARROZ DUODÉCIMA POESÍA VERTICAL. No podía creer que tuve que ir a Buenos Aires para tener que encontrar un libro que siempre había estado a mi alcance. Me sentía como Angie, la niña de las flores. El libro me costó cuatro lucas, nada comparado con lo que estaba dispuesto a pagar. Salí emocionado, era lo más importante que me había sucedido en el día, tal vez en el mes, mi Magister se hizo nada.

Pero no todo acaba aquí, tomé el metro a la casa y en el viaje abrí el libro en una página al azar y me encontré con esto:

15

Buscar una cosa
es siempre encontrar otra.
Así, para hallar algo
hay que buscar lo que no es.

Buscar el pájaro para encontrar a la rosa,
buscar el amor para hallar el exilio,
buscar la nada para descubrir un hombre,
ir hacia atrás para ir hacia adelante.

La clave del camino,
más que en sus bifurcaciones,
sus sospechoso comienzo
o su dudoso final,
está en el cáustico humor
de su doble sentido.

Siempre se llega,
pero a otra parte.

Todo pasa.
Pero a la inversa.

¿Qué onda Juarroz? ¿Me estaba hablando a mí?

A la noche salí para juntarme con amigos que tenían más ganas que yo de celebrar mi titulación, ahí les conté, con libro en mano, toda esta historia, entusiasmé a muchos con Juarroz y les prometí escribir esta absurda y poética historia. Uno de ellos, Coronel Marmaduque, me dijo después que Juarroz en realidad escribió catorce libros llamados todos «Poesía vertical», de los cuales yo tenía el nro. 12. Así que creo que los trece faltantes son libros que tendrán que llegar a mí en su momento, mágicamente, como ocurrió con éste. Una magia que es magia porque las palabras son muchas veces más que los hechos y cuando es al revés parece mentira. Gracias Juarroz por tus palabras y en especial por este libro que sólo abro en momentos de confusión. De más está decir que acepto para mi cumpleaños como obsequio cualquier cosa del señor Juarroz.

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