En mi segunda novela publicada, escribí una dedicatoria “para los culpables de todo”. Si tuviese que explicar por qué en algún momento de mi vida decidí dedicarme al respetable, pero poco lucrativo, oficio de contar historias, es por culpa de mis abuelos, ellos son los culpables de todo.

Hay un par de hechos simpáticos respecto a mis abuelos, se conocían muchos años antes de saber que serían mis abuelos. Ambos trabajaban en el mismo banco, estaban a cargo de una sucursal; uno en el barrio Matadero y el otro en Coquimbo. De vez en cuando tenían que hablar entre ellos por asuntos bancarios. Años más tarde, sus hijos se casaron.

Otra cosa más unía a mis abuelos, su desenfrenada pasión por el cine, en particular por los western. Aunque tenían opiniones disímiles respeto a los spaguetti western. También tuvieron la mala costumbre de morirse relativamente jóvenes, con 11 años de diferencia. Mi abuelo paterno era parco, un milico; de hecho, antes de haber trabajado en el banco había sido militar, incluso estuvo en la fuerza aérea, para su funeral me mostraron la única foto que hay de él con su traje de piloto al lado de un Sanchez Besa con alas de tela. Mi abuelo materno era todo lo contrario, un viejo malcriador que gustaba de hacerle regalos a sus nietos. Con ambos profundicé en el placer de disfrutar el cine, mi abuelo materno aprovechaba toda oportunidad para meterse a una sala a ver alguna película que se demoraría en llegar a Coquimbo, recuerdo que una vez viajó a Santiago exclusivamente para ver Superman III; le encantaba el cine de aventuras. Mi otro abuelo era más cómodo, una vez jubilado se compró una tele gigante, de 29 pulgadas, que pesaba varios kilos, un VHS de varios cabezales y lo conectó a su equipo de música. Se compraba videos de conciertos y óperas que disfrutaba así, sentado en su sillón; también aprovechaba de ver clásicos de cine argentino y mexicano, así como varias obras de cine arte europeo que habría sido imposible que llegasen a las salas chilenas.

Fueron ellos que moldearon mi gusto y la forma en que disfruto el cine, en una misma semana podía ver Rocky IV con mi abuelo materno y a los dos días sentarme a ver Pieza inconclusa para piano mecánico de Nikita Mikhalkov y gracias a mis dos abuelos, poder disfrutar de ambas, sin prejuicios ni ideas preconcebidas. Por eso, ellos son los culpables de todo en mi dedicatoria.

Pero los abuelos tienen la mala costumbre de irse antes de tiempo. El primero fue mi abuelo materno que se llamaba Sergio. Mi abuelo paterno en su torpeza emocional de milico viejo, no me dijo ninguna frase reconfortante, solo me pasó un VHS con Cinema Paradiso. Al igual que Alfredo, el proyeccionista de aquella película con el rollo de besos censurados, utilizó esa cinta para decirme de una forma tácita, que me acompañaba en mi dolor. Yo no conocía la película, pero desde ese día quedó grabada en mi memoria. En cierta forma, Ennio Morricone es también uno de mis abuelos, porque quedó atrapado en esa inocente conspiración de un viejo algo torpe que no sabe como decirle a su nieto que comparte su pena por haber perdido a un abuelo y que utiliza una película como mensajero. Ahora que han pasado muchos años y mi abuelo paterno tampoco está, cada vez que escucho la música de Morricone recuerdo los westerns que le gustaban a ambos y esa inocente contemplación de las imágenes móviles que tanto me gustan, pero por sobre todo, cuando escucho las melodías de Cinema Paradiso, no puedo evitar pensar en mis abuelos. Al saber hoy que Ennio Morricone se ha ido, me hizo sentir en cierta y vaga forma, de la misma manera que me sentí cuando perdí a mis abuelos.

A todo esto, Sergio, mi abuelo materno, tenía un extraordinario parecido con el personaje de Phillipe Noiret en la película, y mi abuelo paterno tenía su nombre, Alfredo.